Tenía diecisiete años, nada podía hacer que mis ojos dejaran de llorar. Estaba perdida, angustiada, me sentía sola, abandonada, desconfiaba de todo lo que había a mi alrededor. Había descubierto que mi padre no era el que yo creía, había descubierto que vivía en una mentira y no podía darme el lujo de creérmela mucho tiempo más. Mi primer novio, el que más amé, también me había dejado, debido a que yo no dejaba de perseguirme y repetirme constantemente que todos me hacían daño, que todos eran mentirosos, que todos estaban en contra mío.
Pude ver en persona a mi padre. Estaba emocionada, esperaba un gesto, una palabra, un abrazo, o aquellas cosas que suelen hacer los padres con sus hijos. Pero apenas recibí un saludo frío y distante, el sentimiento de estar parada frente a un desconocido. Lo que salio de sus manos no fue amor, no fueron caricias, no fue consuelo… fue dinero. Quería solucionar su ausencia y su falta con… material. Confieso que eso me partió el alma en dos, quizás más de lo que me dolió el que no haya vuelto a llamarme jamás.
Iba al colegio y estaba como ausente, todo lo veía oscuro. Llorar y auto compadecerme era la regla de cada mañana y cada noche. Comencé a fumar, a salir y ponerme de novia con cualquiera al que le viera posibilidades de llegar a amarme realmente. Cualquiera al que yo no creía capaz… de abandonarme. Vivía con miedo, con angustia, dejaba que la vida pase, y me sentía tan poca cosa, que no confiaba en mí misma, era una hormiguita chiquita en medio del espacio. Me lamentaba, me quejaba, peleaba con mamá, la trataba muy mal, y no sabía por qué.
Con el tiempo entendí que mi enojo era por que la persona en la que màs confiaba me había mentido durante toda mi vida, me había ocultado mi sangre, estaba realmente furiosa. Pero cuando comprendí, pude entender el porqué de su silencio, su necesidad de protegerme, el ver en sus ojos el amor que me tenia, infinito y por sobre cualquier otra cosa. Llevó su tiempo, y lágrimas. Pero pude perdonarla y amarla aún más, por su valor, por su fortaleza, por defenderme contra todo y todos. Mi enojo y mi bronca desaparecieron, dejé de idealizar a las personas y aprendí a aceptarlas tal como son. Acepté que todos nos equivocamos en la vida, que hay que tener (mucho) coraje y la voluntad de decir siempre la verdad, por más dolorosa que sea, de pedir perdón, de perdonar, y sobre todo, de perdonarse uno mismo.
Me enfrenté con la realidad, necesitaba comprender también, a mi padre, aceptar que no era yo el problema, que era la culpable de su poco amor e inexpresión. Simplemente él era así, ignorante, hay gente que solo se esconde en su caparazón y muestra lo que se puede ver por fuera: una pared impenetrable. Ya no siento el dolor del abandono. Tampoco estoy enojada. Lo entendí y lo perdoné… y cuando perdono, perdono de corazón.
Mis relaciones amorosas seguían siendo complicadas, sobre todo por que me costaba horrores confiar en alguien, creerle cuando me decía “Te quiero”, creer en las miradas, creer en el amor. Creer que yo no era tan poco para los demás como lo era para mí misma… que no iban a abandonarme. Tenía un notable pánico al abandono. A que no fuera suficiente, a que como todos, uno más, me dejara sin cariño, sola. Era infeliz, lamentablemente.
Pronto apareció una amiga mía de la infancia, y empezamos a trabajar juntas, a veces en el taller, a veces animando fiestas, y hasta me metí en una agencia de modelos y me estaba yendo muy bien. Y todo eso lo conseguí gracias a ella, y a mí, por supuesto.
Poco a poco volví a sonreír, a sentirme querida, a conocer gente nueva que realmente valía la pena. Me sentía linda, capaz de vivir por mi misma, empecé a amarme de una manera que nunca había imaginado. Mi amiga me enseño a luchar por mis sueños, a quererme, a respetarme más y criticarme menos.
Aprendí a elegir a las personas que me hacían bien y a confiar que en cada tropezón hay un aprendizaje. Así fue como decidí quedarme sola, disfrutar de estar conmigo, mimarme, amarme, cuidarme.
Hoy en día sigo con esos trabajos, bailo salsa, y soy periodista, por accidente, claro. Descubrí que sí soy inteligente, que puedo, que nada puede destruirme, que soy, casi, casi, invencible. Le sonrío a los problemas y los tomo de otra manera. Es la clave de mi felicidad.
Todos pasamos momentos duros en la vida, algunos más, otros menos, pero lo importante es saber sacarle ventajas, a sentir la hermosa sensación de vivir.
Vivo, sonrío, bailo a cada momento, es increíble lo que una sonrisa puede lograr. El amor mueve montañas, y estar conectado con esa parte de tu alma te mantiene aún más vivo.
Nunca sabemos realmente si una persona nos va a querer por siempre, no somos dueños de los sentimientos de los demás, pero sí de los propios. El error está en el esperar de los otros lo que no hacemos por nosotros mismos. Cuando dejamos que el otro sea libre y nos de lo que desea. Sorprendentemente las relaciones son más armónicas y gratificantes.
Y si mañana no estoy, sabré que fui alguien, que viví, que todo lo que pasó, pasó por algo. El destino nos sorprende, nos empuja, nos transforma. No dejes de intentar, por un mundo mejor, el mío, el tuyo, el de todos. Seamos felices, y dejemos ser.
De mi vida y un poco más
jueves, 26 de junio de 2008
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